sábado, 3 de mayo de 2014

Opinión personal (12): Cine e Historia. La Troya de Homero versus la Troya de la arqueología. 4º de 5.

Retomo el ensayo sobre Troya. Expuestas en capítulos anteriores las diferencias  entre las versiones cinematográficas y las literarias, trataré ahora de analizar (con la ayuda inestimable del magnifico libro de Michael Wood, "En busca de la guerra de Troya" Critica, 2013) las diferencias entre la Troya mítica y la Troya real.
La polémica sobre la historicidad de Troya es muy antigua. 
La práctica desaparición de la ciudad hundió en el mito su recuerdo aunque en el lugar donde estuvo se construyeron diversas ciudades que ocuparon su lugar. Una de las que más perduraron fue la conocida como Ilium novum, “Nueva Troya”, que existió desde el año 700 a.C. hasta el 500 d.C. (La Troya IX para los historiadores).
La Ilíada abarca solo un breve momento –unas semanas- de una guerra que debió durar varios años. Hay poemas perdidos o muy fragmentados que, por lo que parece, narraban aspectos omitidos por el poema homérico (Kypria  o cantos Ciprios y Saqueo de Ilios).
Históricamente se han dado pocas dudas sobre su ubicación, situándola cerca del estrecho de los Dardanelos, con el monte Ida al sureste y el río Escamandro que descendía desde allí, cruzando la llanura, que desembocaba en el mar. Como he dicho antes, para los antiguos Troya era un lugar real y las precisiones de Homero sobre su aspecto se tomaban como certeras a pesar de que sabemos que muchas  de esas descripciones son “frases hechas”. Otras, sin embargo, como bien señala Michael Wood en su libro mencionado más arriba, tienen un valor identificativo importante: “bien amurallada”, “altas puertas”, “elegantes torres”, con “anchas calles”. 
También se decía que poseía “buenos caballos” e incluso se denomina a sus habitantes como “domadores de caballos” lo que hace pensar que la tradición recordaba bien aspectos de por sí muy concretos y significativos. A los habitantes de Troya la Ilíada los llama “teucros” o “dardanios”.
Parece bastante probable que Troya e Ilión fuesen dos lugares diferentes ya que todavía no se ha podido explicar la insistencia de Homero al utilizar los dos nombres.
En la Grecia continental y como jefe de todos los pequeños reyes se menciona al líder o gran rey a Agamenón cuya residencia estaba en Micenas. Los habitantes de Grecia no se llamaban todavía helenos o griegos sino “aqueos”, “dánaos” o “argivos”.
Agamenón estaba casado con Clitemnestra, hija de Tindáreo de Esparta y hermana de Helena, mujer de su hermano Menelao, que así se convirtió en rey de Laconia.
Las leyendas hablan del famoso “juicio de Paris”, que propició posteriormente que este gallardo mozo se enamorase de Helena, la mujer más bella del mundo, pero Homero opta por ir más al grano y nos cuenta cómo en una visita del troyano a Esparta, olvidándose de sus deberes hacia el anfitrión, aprovechó una ausencia de Menelao para llevarse a su patria a Helena y, ya de paso, los tesoros del palacio. Evidentemente, el rey cornudo y desvalijado no se quedó lo que se dice tranquilo y consiguió transmitir su malestar a su poderoso hermano, Agamenón, que vio en el incidente la oportunidad de sacar tajada y no perdió el tiempo para preparar un  gran ejército  -con la ayuda del venerable rey Néstor de Pilos- para poder atacar Troya y castigar la ofensa.
Wood señala que en la Ilíada se conserva una lista de 164 lugares de Grecia que, se supone, fueron los que enviaron tropas contra Troya. Un vidente profetizó que Troya caería al décimo año y por aquello de no querer desdecir a la profecía, los griegos se dedicaron, entre tanto, a asolar todos los alrededores. En algunos ataques les fue bien pero en otros resultaron ellos los esquilmados (como en el ataque a Misia, frente a Lesbos, en donde se les forzó a una “vergonzosa retirada”).
Por su parte los troyanos también buscaron aliados con los que defenderse tanto entre las cercanas ciudades de Asia Menor, como en la norteña Tracia.
Algunos investigadores consideran que hay suficientes elementos del relato épico como para pensar que Troya no era el único objetivo. De hecho más de un historiador considera que los aqueos tenían mucho de “saqueadores montaraces” prontos a vivir de la guerra y el pillaje (Arnold Hauser y M.I Finley, por ejemplo).

Justo en el décimo año parece que dejaron de atacar las poblaciones cercanas y se centraron en acabar con Troya. Cómo hemos tenido oportunidad de ver en el capítulo anterior, los héroes pasaron a tener su ansiado protagonismo: Héctor, Aquiles, Patroclo, Ajax y demás guerreros pasaron a la inmortalidad en los versos de Homero, aunque no todas las muertes de héroes fueron precisamente gloriosas (Ajax, por ejemplo, se suicidó con la espada que le había regalado Héctor; los hijos varones de todos los héroes troyanos fueron asesinados) y las mujeres –parte importante del botín- fueron esclavizadas (Eurípides lo contó bien en “Las Troyanas”).


La  “sagrada” ciudad  de Troya fue saqueada e incendiada
Con todo, algunos afortunados pudieron huir de tal espanto (Eneas, mítico fundador de la futura Roma) y los triunfadores iniciaron un regreso a sus lugares de origen que no fue, precisamente, todo lo placentero que pudieran haberse imaginado. La Odisea nos cuenta el más famoso de todos los regresos, el de Ulises y sus compañeros al pequeño reino de Ítaca, en donde le esperaba toda una colección de rivales y una mujer aburrida de tejer y destejer el mismo paño en donde debió bordar la palabra “paciencia” más de mil veces.
       Agamenón, en principio el gran triunfador, disfrutó poco de su éxito ya que fue asesinado –teóricamente- poco después por su mujer y el amante de ésta; Filoctetes fue expulsado de su reino por unos rebeldes (¿disidentes, pueblos del mar?). 
Por lo que parece sólo Néstor murió tranquilo aunque su cuidad, Pilos, pronto desaparecería del mapa como  casi lo hizo Troya (su palacio fue incendiado y no se volvió a reconstruir). Pocas décadas después se produjeron convulsiones  en todo el Egeo que significarían el final de la era heroica y el inicio de una prolongada edad oscura (al menos esto si está corroborado por los indicios arqueológicos).
Los re-asentamientos, las migraciones en masa, las paulatinas invasiones desde el norte de los dorios, supusieron el fin del mundo micénico. Con todo la memoria de muchos de los hechos acaecidos en aquellas epopeyas quedó incólume y, de generación en generación, se fue transmitiendo su relato hasta que un poeta llamado Homero recopilo todas las tradiciones y las puso por escrito.
¿Qué hay de  verdadera Historia en todo este cúmulo de leyendas, mitos y recuerdos?
Debemos a Heinrich Schliemann la ruptura del paradigma vigente en el siglo XIX respecto a la historicidad del relato homérico. Este peculiar aficionado a la arqueología logró, Ilíada en mano, desenterrar los restos de la mítica Troya ante el pasmo de muchos ortodoxos académicos. El interés por el re-descubrimiento del pasado de Grecia se vio claramente aumentado en el siglo XIX tanto por causas políticas (nacionalismo frente a la hegemonía turca) como al avance de las técnicas arqueológicas.
 El descubrimiento en el siglo XVIII de Herculano y Pompeya ya despertó un interés inusitado por la búsqueda de restos del pasado y, sin duda también, por la “caza” de tesoros.
J.J. Winckelmann, nacido en Alemania pero viviendo casi toda su vida en Italia, resultó ser un talentoso precursor de la arqueología científica y con sólo el análisis exhaustivo de piezas de museos puso los fundamentos de lo que sería la historia del arte griego (además, su oscura muerte a manos probablmente de un chapero, le otorgó una aureola de misterio que podría haber inspirado un buen argumento de película).
En el siglo XIX y ya en el contexto de las guerras napoleónicas surgió una extraordinaria rivalidad entre Francia e Inglaterra que contribuyó tanto al saqueo como al estudio de muchas de las ruinas situadas en las fronteras de sus imperios o en países limítrofes en horas bajas. 
El Louvre y el British deben buena parte de sus impresionantes colecciones a este proceso conjunto de rapiña y amor al arte (proceso de compleja valoración y lleno de matices grises. No todo fue blanco o negro como algunos pretenden hoy en día).
Es dentro de todo este ambiente de búsquedas arqueológicas esporádicas de la Europa del XIX en donde podemos ubicar al mencionado Schliemann que en el último tercio del siglo (1869) consiguió el permiso de los turcos para excavar en la colina de Hissarlik, lugar en el que él intuía que debían encontrarse los restos de la Troya Homérica.
Schliemann, como bien indica Michel Wood,fue un acaparador compulsivo de todos los acontecimientos de su vida. Hay once libros, su denominada autobiografía, dieciocho diarios de viajes, 20.000 artículos, 60.000 cartas, archivos de negocios, postales, telegramas y todo tipo de efemérides varias; existen 175 volúmenes de cuadernos de excavaciones. A todo esto hay que añadir el ingente material paralelo en los trabajos de estudiosos que le conocían, colaboraban con él o discutían con él, los archivos periodísticos, y tendremos una idea del tamaño de la tarea consistente en desentrañar y separar los hechos de la ficción en la vida de Schliemann”.

Para lo que concierne a este artículo sólo quiero reseñar que su labor y sus descubrimientos, a pesar de los muchos destrozos que su falta de técnica arqueológica acarrearon, fueron absolutamente cruciales a la hora de disipar muchas de las neblinas pseudo-históricas que se escondían tras  las leyendas  griegas y sobre un texto esencial para nuestra cultura como es la Ilíada.
Empezó sus excavaciones en Ítaca pero, después de conseguir el permiso turco para excavar en Hissarlik, se trasladó allí y al poco descubrió los restos de la antigua Ilión, en uno de cuyos estratos él estaba convencido que se encontraba la ciudad descrita por Homero.
Como veremos después con un poco más de detalle, tuvo la fortuna de encontrar un extraordinario tesoro de joyas que no dudo en atribuir al mismo Príamo (son famosas las fotos de su mujer luciendo parte de dichas alhajas).


Pero, más allá del impacto mediático que tuvo dicho descubrimiento, lo que realmente significó, fue que, a partir de entonces, hubo que replantearse, entre otras cosas, el límite histórico para Grecia que, hasta entonces, se situaba en la fecha de la primera Olimpiada (776 a.C.). 
Con los nuevos datos que arrojaban las excavaciones en marcha había que retrotraerse, al menos, hasta el siglo XII a.C.
A medida que su carrera arqueológica progresaba Schliemann tuvo la buena cabeza de reclutar especialistas sumamente eruditos que contribuyeron a que el resto de las investigaciones se fuesen realizando con mayor cuidado y método (¡aprender de la experiencia es de sabios!).
En 1874 un nuevo descubrimiento dio otro espectacular vuelco a los datos que se poseían hasta entonces: tumbas en Micenas, esta vez siguiendo las pautas marcadas por el historiador griego Pausanias. En 1880 excavó en Orcómeno, en Beocia y pocos años después descubrió el palacio micénico de Tirinto. Todo esto lo vamos a ver con un poco más de detalle a continuación, pero antes quiero citar de nuevo a  Michael Wood para señalar correctamente lo que supuso en los ámbitos culturales los diversos descubrimientos que se estaban produciendo desde mediados del siglo XIX: “En la época de madurez de Schliemann, antes de que excavase en Troya, el término “civilización” hacía referencia a la propia cultura: una democracia cristiana, occidental, capitalista, burguesa e imperialista. Sus textos eran los escritos clásicos y la Biblia, e imperios como el británico y el alemán se consideraban la culminación lógica de la cultura antigua, cuyos componentes tradicionales eran Roma (por su gobierno y legislación), Israel (por la legislación y la moral) y Grecia (por los ideales  intelectuales, artísticos y democráticos). Esto era la “civilización”, y por consiguiente, la “historia” no era más que los ideales griegos, romanos y hebreos que conformaban la tradición occidental. Pero, a partir de mediados de siglo, la arqueología empezó a sacar a la luz las riquezas de civilizaciones mucho más antiguas (la egipcia, la asiria, la babilónica y la sumeria), que, una vez descifradas sus lenguas, resultó que habían tenido una considerable influencia en el desarrollo de las civilizaciones del Mediterráneo, que eran “más jóvenes”. En el siglo que siguió al “Origen de las especies” nos volvimos casi displicentes en cuanto al estado de nuestro conocimiento: el descubrimiento de los mesopotámicos, egipcios, hititas y minoicos constituía un importante paso adelante, que iba seguido por el de las civilizaciones no occidentales de la India, China, y la América precolombina. Y así nació la ciencia de la arqueología, una palabra vieja que en siglo XVIII hacía referencia al estudio de la historia en general, pero que en el sentido moderno estricto, como estudio científico de los restos materiales de la prehistoria, no surge hasta los “Anales prehistóricos” de Wilson en 1851”.
El proceso de exploración y excavación de las ruinas encontradas en Hisarlik fue complejo (y conflictivo con las autoridades turcas). Cómo he mencionado antes la falta de experiencia y el afán por descubrir pistas notables propició que restos que podrían tener una posterior importancia fueran destruidos o desechados. 
De hecho hoy se sabe que es muy probable que, inconscientemente, Schliemann destruyese sin saberlo una parte de la ciudad que podría haber correspondido a  la Troya homérica.
La complejidad de la estratificación desconcertó a nuestro arqueólogo y sus colaboradores y a veces actuaron con precipitación ansiosa (como igualmente actuaron otros arqueólogos de la época en otros yacimientos).
Entre 1871 y 1873 se consiguió identificar cuatro “estratos” o ciudades diferentes. La atribución de uno de ellos a la ciudad de Troya homérica no causó más que nuevas controversias porque, a pesar de  que en los restos  se encontraban claras señales de un posible asalto bélico, el recinto era demasiado diminuto como para inspirar los loables calificativos de Homero (unos 90 metros de ancho).
Schliemann justificó su asignación de Troya II como la legendaria ciudad de Príamo cuando encontró  en sus restos el famoso tesoro en 1873 (que, posteriormente, se dató como mucho más antiguo de lo que se creyó en un principio).
A pesar de todo, Schliemann admitía en privado sus dudas sobre que Troya II fuese realmente la Troya de Homero porque no todas las piezas del complejo puzle casaban como sería de esperar. 
Buscar nuevos cabos y pistas le llevaron hasta Micenas, en donde se suponía que tenía su fortaleza el rey griego Agamenón. Está ciudad, aunque deshabitada (después de su destrucción por Argos en el 468 a.C, fue definitivamente abandonada), nunca cayó en el olvido. En el siglo II d.C Pausanias pudo describir  sin problemas la puerta de los Leones y los tholoi de Atreo y Agamenón pero, curiosamente, Micenas no despertó nunca el mismo interés que Troya entre los viajeros y los “románticos”.
Antes de que Schliemann empezase sus excavaciones otros estudiosos habían trabajado alli: William Leake, Charles Cockerell, Edward Dodwell y William Gell realizaron concienzudos estudios que éste tuvo muy presentes.
Con la suerte que parece premiar toda entrega fervorosa Schliemann sacó a la luz nuevos e impactantes descubrimientos. Cinco tumbas pozos mostraron sus tesoros. Multitud de piezas de oro: máscaras, diademas, petos, puñales. También artículos sorprendentes como huevos de avestruz decorados y piezas de cristal de roca finamente talladas. 
Schliemann tampoco dudó en esta ocasión en atribuir estas pertenencias a personajes homéricos de forma que su particular cubo de Rubick fuese mostrando sus facetas: las tumbas descubiertas eran las de Agamenón y sus familiares: “Por mi parte, siempre he creído firmemente en la guerra de Troya; mi fe absoluta en la tradición nunca ha flaqueado  ni por la moda ni por las críticas, y a esta fe mía le debo el descubrimiento de Troya y de su tesoro….Mi inquebrantable fe en las tradiciones me hizo emprender las últimas excavaciones en la Acrópolis (de Micenas) y me condujo al descubrimiento de las cinco tumbas con sus inmensos tesoros…No tengo la menor objeción en admitir que la tradición que asigna las tumbas a Agamenón y a sus compañeros pueda ser perfectamente correcta(referenciado por Michael Wood).
Estudios posteriores –como bien sabemos- confirmaron que la atribución hecha por Schliemann no era correcta: las tumbas pozo databan del siglo XVI a.C. por lo que sus tesoros no podían ser ni de Agamenón ni  de ningún coetáneo ya que la guerra o destrucción de Troya debió materializarse hacia el siglo XIII a. C. o, más tardar el XII a.C. Aún así el impacto del descubrimiento fue tal que todavía seguimos llamando a la famosa máscara de oro encontrada allí, la máscara de Agamenón.
¡Sin duda una curiosa “yenka”: se daba primero un paso adelante y, casi de inmediato, un paso hacia atrás, en una búsqueda que siempre se resistía!!
(continuará)
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Autor: Javier Nebot, Mayo 2014.
(Artículo revisado a 13-01-19)

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